Para aquellos lectores que no me conozcan personalmente, he de decir que me involucré en el proyecto de Podemos desde poco después de su nacimiento hasta comienzos de este año en que decidí bajarme de un tren que me pareció haber entrado en una vía muerta. Con esto quiero expresar que conozco, al menos moderadamente, lo que sucedió en dicha formación política en sus inicios.
Lo cierto es que Podemos y su brutal irrupción en el panorama político ha logrado algunas cosas de enorme importancia. Quizá en este sentido, lo más destacable sea el cambio en el discurso político a nivel nacional. A fecha de hoy, casi todos los partidos hablan de ideas y conceptos acuñados por la formación que dirige Pablo Iglesias, las cuales se han convertido en cuestiones esenciales en el debate público actual.
Posteriormente regresaremos a esta idea, pero valga como anticipo decir que dichos conceptos ya se encontraban firmemente arraigados en amplias capas de la sociedad, en especial después del 15-M, y que la formación morada se encargó de estructurarlas en un marco electoral.
Tras meditar mucho sobre ello, he llegado a la conclusión de que el principal error que cometimos en los orígenes de Podemos fue asumir el mensaje que tantas veces se repitió (a veces pienso que de manera no fortuita) de que se había abierto una ventana de oportunidad electoral para el cambio social y político que muchas personas estábamos demandando, y que dicha ventana se podía cerrar en cualquier momento.
El diagnóstico era inicialmente correcto, de hecho, a fecha de hoy lo sigue siendo: Muchas personas, quizá una mayoría social, reclamamos cambios profundos en el régimen que nació en 1978. Pero la lectura de la ventana de oportunidad fue terriblemente errónea, a pesar de haber nacido de sesudos análisis politológicos. Y este error provocó numerosas e indeseables consecuencias, todas ellas con un denominador común: las prisas.
Efectivamente, dado que la oportunidad de cambio podía desaparecer, la velocidad era esencial en todo lo que se hiciese, en especial tras el poco predecible y rotundo éxito que se obtuvo en las elecciones europeas. El tiempo apremiaba, y se debía organizar una poderosa maquinaria electoral a toda prisa que permitiese aprovechar la supuesta oportunidad. Se aprobaron, creo ahora que de manera muy apresurada, unos mecanismos de funcionamiento que contaron con el aval del hasta entonces indiscutible líder Pablo Iglesias y sus más allegados. Yo mismo, y muchos otros, votamos a favor de aquellos documentos, y hoy, he de reconocer que me arrepiento de ello. El partido que estaba naciendo antepuso de manera muy llamativa la estructura de partido piramidal tradicional a las estructuras de cambio social que exigían la participación e involucración de amplias capas de la sociedad. El mensaje original se diluyó y atenuó hasta hacerlo casi irreconocible, buscando la adhesión de votantes supuestamente más moderados. Las discusiones habituales, pasaron a centrarse sobre quienes debían defender el proyecto ante las urnas; y no sobre el qué se debía defender. No era bueno lanzar propuestas ambiciosas, pues podían ahuyentar a esos votantes supuestamente moderados a quienes se pretendía captar.
Las encuestas empezaron de manera muy precoz a mostrar el error, y sus consecuencias. No solo no se estaba logrando el efecto buscado de una mayor implantación social; sino que las expectativas de voto caían en cada encuesta que se publicaba.
La confusión generada en las elecciones municipales de mayo a raíz de que Podemos decidió no presentarse a las mismas es una compleja cuestión que por si misma daría para otro artículo; sin embargo, aunque los resultados obtenidos en las autonómicas no pueden calificarse como malos, no llegaron a cubrir las ambiciosas expectativas de éxito que las encuestas auguraban en enero o febrero de este año. Aunque Podemos podía convertirse en decisivo en varias comunidades autónomas, no se logró, ni de lejos, el poder que permitiría el profundo cambio social y político que muchos seguíamos reclamando.
La respuesta a este síntoma fue de nuevo errónea, pues se insistió en la velocidad del proceso y se montaron unas más que discutibles primarias para las listas de las elecciones generales de finales de año. Dichas primarias, por mucho que nos empeñemos, contravenían casi todos los principios que asentaron el exitoso alumbramiento de la nueva formación política. Los síntomas de este deterioro son clamorosos: por un lado la deserción, en ocasiones muy ruidosa, de numerosas personas, que se traduce en ridículas cifras de participación en los procesos electorales internos; y por otro, la generación de diversas e inconexas corrientes críticas. Si añadimos la dilución e indefinición cada vez más notable del discurso y contenido político, se llega con facilidad a comprender como la caída en las encuestas continúa su inexorable evolución, que se ha puesto de manifiesto de manera indiscutible en las recientes autonómicas catalanas, y que mucho me temo no va a tener solución de continuidad en las generales de noviembre.
Por tanto, y siguiendo con la línea de razonamiento que he mantenido hasta ahora, considero que los cambios sociales y políticos que muchas personas estamos demandando no pueden provenir desde una cúpula de dirigentes políticos más o menos hábiles, ni quizá desde profundos y teóricos razonamientos politológicos. He de aclarar que dichos cambios han de ser estructurales y afectar a elementos esenciales de nuestra legislación, no basta con manos de barniz, que efectivamente pueden obtener modestos y breves logros, como está sucediendo, a veces de manera casi heroica, en algunos ayuntamientos.
Si de verdad pretendemos lograr que las cosas cambien en profundidad, la velocidad es una pésima compañera de viaje. La oportunidad electoral, tantas veces anunciada, no existía. Era falso. Dicha oportunidad debemos generarla la sociedad, no unos cuantos dirigentes políticos. Y la única manera posible de hacerlo es mediante una movilización ciudadana masiva (o al menos mayoritaria), tal y como se demostró con la aparente espontaneidad del 15-M. Esta movilización ha de provenir de la concienciación de nuestra situación y de nuestra fuerza como sociedad, y ello no se consigue de manera fácil ni veloz pues requiere cambios intensos en nuestros hábitos y formas de entender la realidad. Se trata, sin ningún género de dudas, de algo que expreso constantemente en este blog: tenemos la clase política que merecemos. Mientras sigamos pensando que alguien va a venir a resolver nuestros problemas vamos a caer una y otra vez en el mismo error. Tan solo siendo parte de la solución dejaremos de ser parte del problema, y para asumir esto, se requiere tiempo y educación social. Ambas cosas son incompatibles con la velocidad que se requiere para aprovechar las supuesta ventana electoral y política que nos contaron que se había abierto. Podemos aprovechó sus medios para crear una simple maquinaria electoral, en lugar de haber encabezado el complejo y tortuoso, aunque imprescindible, proceso de transformación social demandado por numerosas personas.
A fecha de hoy, ignoro si Podemos tendrá capacidad para desandar el engañoso atajo que emprendió tras Vistalegre, y retornar al ambicioso y exitoso concepto original; o por el contrario será necesario que se precipite estrepitosamente por el barranco al que parece encaminarse, para que de sus cenizas puedan de nuevo renacer las ideas que hace no tanto tiempo ilusionaron de manera tan profunda a muchas personas.
Mientras tanto, algunos seguiremos pensando que sí se puede, es más, que tenemos la obligación de poder hacerlo.