Recientemente tuve una conversación con un buen amigo y ello me ha hecho reflexionar y ordenar un poco mis ideas acerca de dicha cuestión. El tema a debatir era la iniciativa individual como motor de cualquier desarrollo económico y social.
Este papel es absolutamente indiscutible, de hecho tenemos un ejemplo en la historia que ilustra perfectamente qué sucede cuando la iniciativa individual es abolida desde el poder político: Fueron los regímenes comunistas en el siglo XX. En estos sistemas se consiguió la terrible perversión de que para el individuo carecía de importancia realizar el trabajo correcta o incorrectamente, todas las iniciativas partían de una planificación económica que controlaba todos y cada uno de los aspectos del proceso productivo. El resultado era obvio: la catástrofe.
Los países del Este del muro de Berlín se hundieron, entre otros, porque la iniciativa individual fue eliminada, la ausencia de estímulo para la mejoría y el progreso provocan la paralización completa de la sociedad y de cada uno de sus individuos. Mortal por naturaleza.
Esta obviedad fue aprovechada por algunos ideólogos interesados a finales de los años 80 para elevar a los altares de la infalibilidad a la iniciativa individual y establecer una religión económica en la que se adoraba a los dioses libre mercado, a la ley de oferta y demanda; y a la libre competencia. Para lograr sus objetivos, el principal obstáculo lo constituían las regulaciones de los diferentes estados, que limitaban y regulaban este tipo de actividades en los países al oeste del muro de Berlín.
De este modo se estableció la corriente ideológica económica que predominó a finales del siglo XX y comienzos del XXI. En resumen, nos vinieron a explicar que el libre mercado, la libre competencia y la ausencia de control regulador (cuanto menos estado, mejor), como máximas expresiones de la iniciativa individual, lograrían crecimientos económicos perdurables y garantizados. A todo esto se le han dado diversos nombres, quizá el más habitual sea el de neoliberalismo.
Al principio, las cosas empezaron a ir razonablemente bien. Los balances de cuentas cuadraban y las economías crecían con aparente salud . Por tanto, muchas de las regulaciones que mantenían los mercados financieros bajo un cierto control fueron poco a poco eliminadas. Los ideólogos y ejecutores políticos de todo esto estaban demasiado cerca de los principales beneficiarios de la ausencia de regulación.
Como parte de este proceso de desmantelamiento de las instituciones públicas se procedió a una sistemática descalificación de todo lo que supusiese control o gestión pública. En más de una ocasión he tenido la sospecha de que las nefastas gestiones que se han realizado de lo público han sido totalmente premeditadas con el único objetivo de desprestigiarlas y conducirlas al fracaso.
La teoría de todo esto parecía funcionar, de hecho, el papel lo soporta casi todo. Sin embargo, pronto empezamos a descubrir goteras y defectos en el sistema neoliberal. Por ejemplo, nos dijeron que la libre competencia entre empresas lograría mejoras indudables en la calidad de los servicios prestados y reducción de los precios; esto que parece tener una lógica aplastante demostró ser una terrible falacia. Por un lado, las grandes compañías pactaron de manera ilícita los precios, constituyendo enormes oligopolios en los que la competencia desaparecía por completo, y que solo se manifestaba en una reducción de los salarios de sus trabajadores con el fin de lograr mejores balances de sus cuentas. Estas reducciones de salarios produjeron una reducción dramática en la capacidad adquisitiva de los trabajadores, que se veían incapaces de comprar los productos que ofrecían otras compañías, a lo que las empresas respondieron con mayores bajadas de salarios (moderación salarial, lo llaman), estableciéndose así un peligroso círculo vicioso en el que aún estamos inmersos y del que parece que no sabemos salir.
La ausencia de un poder regulador que fomentase la adecuada competencia entre las grandes compañías (impulsada desde las mismas) incentivó aún más estas actividades empresariales, evidentemente abusivas.
Pero las cosas fueron incluso más lejos cuando allá por 2007 se desencadenó la enésima crisis financiera del sistema. Numerosos bancos y otras entidades financieras recolectaron los frutos de sus terribles políticas en las que se primaron exclusivamente los resultados a corto plazo sin que se establecieran políticas de desarrollo a medio y largo plazo, en forma de estrepitosas bancarrotas. Se demostraba una vez más como la iniciativa individual transformada en este caso en una libre competencia y en la glorificación del libre mercado sin control ni regularización estaba abocada al fracaso.
Pero cuando vinieron mal dadas, los grandes paladines del neoliberalismo y del libre mercado rectificaron sus argumentos 180º, y reclamaron el rescate de sus compañías arruinadas por los estados y con el dinero público que tanto denostaron en el pasado reciente. Lo que se dio en llamar la privatización de los beneficios y la socialización de las pérdidas. La inmensa mayoría de políticos optaron por ponerse del lado de los poderosos. Fueron y están siendo generosamente recompensados por ello. Es decir, se inyectaron gigantescas cantidades de dinero en el sistema financiero arruinado, nadie asumió responsabilidades y en cuanto la tormenta pasó un poco, los grandes magnates (casi escribo mangantes) del poder financiero se lanzaron de nuevo con furia contra lo público. El precio que pagó la sociedad ha sido inmenso en forma de enormes reducciones salariales, terribles recortes en derechos sociales y laborales, graves detrioros de los sistemas públicos de educación, sanidad y justicia, etc, etc.
Como algún "sabio" propuso en su momento, se "suspendió" el capitalismo durante un tiempo. Es decir, cuando el sistema debió afrontar sus propias responsabilidades no lo hizo; y quienes tuvimos que salvar a todos estos privilegiados dueños de compañías, altos ejecutivos y miembros de consejos de administración, fuimos los ciudadanos de a pie. Una situación a todas luces injusta. Si lo que quieres es libre mercado, iniciativa particular y ley de oferta y demanda, hay que afrontar las consecuencias de tus nefastas gestiones en forma de ruina. Pero ellos no lo hicieron, y la cuenta corrió a nuestro cargo.
Y en esas estamos sin que casi nadie porponga una eficaz rectificación del actual estado de cosas.
Personalmente, creo que el modelo económico debe situarse a medio camino entre lo que constituía el absurdo sistema de planificación absoluta de los regímenes comunistas y la ausencia de regulación que padecemos en occidente en la actualidad. Ambos sistemas han demostrado ser un fracaso.
La alternativa que parece más razonable es un sistema capitalista con una adecuada regulación pública, es más, probablemente un potente sector público, alejado del actual sistema funcionarial, que actuase como contrapeso en los principales sectores económicos, sería una de las mejores maneras de mantener unas buenas condiciones sociales y laborales a modo de competencia con las entidades privadas. Las grandes compañías han demostrado su ineficacia para una adecuada planificación de sus actividades a medio y largo plazo; no es una crítica, pues éllas hacen lo que deben hacer: lograr el máximo beneficio en el menor tiempo posible; es como si pensáramos que los leones son malos por matar animales: hacen lo que tienen que hacer.
Dejarlo todo en manos privadas suponiendo que el libre mercado optará por las acciones más benficiosas a medio y largo plazo es una ingenuidad incompatible con la realidad, tal y como nos ha demostrado la actual crisis.
Lo auténticamente complicado de esta solución, es que hacen falta políticos capaces, honrados y alejados de los focos de poder económico actual.....Pero esta dificultad no debe hacernos rechazar esta opción sino exigir a nuestros cargos electos una línea de actuación que persiga el bien común.
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